Alba Sánchez
@albashezf
En poco tiempo, los ultraprocesados han pasado de ser un recurso práctico en la despensa a convertirse en el centro de un intenso debate científico y de salud pública. Su popularidad es indiscutible: son baratos, fáciles de almacenar y, gracias a la ingeniería alimentaria, irresistibles al paladar. Pero la ciencia comienza a señalar que su consumo excesivo podría tener consecuencias más profundas de lo que imaginamos.
El término “ultraprocesado” proviene de la clasificación NOVA -sistema que agrupa su grado de procesamiento-, desarrollada por investigadores de la Universidad de São Paulo. Según este sistema, forman parte de este grupo los productos elaborados principalmente a partir de ingredientes industriales como harinas refinadas, azúcares libres, aceites vegetales modificados y aditivos. Entre ellos se encuentran refrescos, galletas, snacks salados, cereales de desayuno azucarados o embutidos industriales.
La evidencia acumulada en los últimos años es significativa. Un estudio de cohorte francés publicado en el 2019 encontró que un mayor consumo de ultraprocesados se asociaba con un incremento en el riesgo de cáncer. Otra investigación publicada en el 2020, reportó una relación entre su ingesta elevada y una mayor mortalidad por todas las causas. Aunque se trata de estudios observacionales –es decir, no prueban causalidad directa–, los hallazgos han reforzado las advertencias de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud, que recomienda limitar su consumo.
Más allá de estas asociaciones firmes, existe un creciente interés en investigar cómo los ultraprocesados podrían afectar a otros aspectos de la salud, desde la microbiota intestinal hasta el riesgo de depresión o deterioro cognitivo. Sin embargo, los expertos insisten en que estas son líneas de investigación emergentes y todavía no concluyentes.
Frente a la presión científica y social, la industria alimentaria ha comenzado a reformular algunos de sus productos, reduciendo azúcares o eliminando grasas trans. No obstante, muchos investigadores advierten que estas modificaciones no cambian la naturaleza del producto: siguen siendo ultraprocesados.
El debate también tiene una dimensión social. Para millones de familias, especialmente de bajos ingresos, estos productos no son una elección consciente sino una necesidad: resultan más accesibles, duraderos y económicos que los alimentos frescos. Esto subraya un desafío mayor: la lucha contra los ultraprocesados no puede basarse solo en decisiones individuales, sino en políticas públicas que garanticen un acceso equitativo a dietas saludables y sostenibles.
La revolución de los ultraprocesados está en marcha y plantea una pregunta de fondo: ¿seguirá predominando la comodidad de lo industrial o lograremos recuperar el protagonismo de los alimentos frescos en nuestra mesa? La respuesta, aunque colectiva, comienza cada día en el carrito de la compra.